De Pocahontas a los Derechos Humanos
Javier I. Vega Garrido
A finales del S. XVI los ingleses iniciaron la colonización de América del Norte y hacia el año 1601 el Rey Jacobo I envío a ese extenso territorio dos colonias -en busca de oro y poder- que se establecieron en el lugar que nombraron Jamestown por su cercanía al río James; hoy se trata del próspero Estado de Virginia, situado en la costa este de Estados Unidos. Por esa época la región era habitada por la tribu Pamunkey que controlaba otras más y cuyo Jefe, Powhatan, era padre de una niña llamada Matoaka, popularmente conocida por Pocahontas. (Asimos., 1989).
Esa “princesa indígena”, conocida después así por los europeos, en plena adolescencia ofreció su vida como posible medida de presión por la del autoritario colono John Smith condenado a pena de muerte durante los conflictos propios de la colonización. El relato histórico parece sugerir que Pocahontas tuvo un rol mediador entre ingleses e indios que se perfeccionó cuando cayó cautiva porque se convirtió al protestantismo, adoptó Rebeca como nombre y se casó con un colono “sajón” dando origen a un insólito caso de interculturalidad que superó posibles obstáculos xenófobos y raciales pese al violento contexto histórico en el que tuvo lugar. Más allá de la carga épica que se le pueda atribuir a este relato, subyace una extraordinaria lección de respeto y tolerancia que hoy es evidente a la luz de la doctrina que informa los Derechos Humanos.
En el preámbulo de la Carta de Naciones Unidas (julio, 1945) los países miembros reafirmaron su fe en los derechos fundamentales, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de sus derechos, principio que recoge la Convención Americana de los Derechos Humanos (noviembre, 1969) al asumir los Estados Partes el compromiso de respetar y garantizar los derechos y libertades humanas sin distingo y discriminación alguna. Más recientemente, en el marco de la ONU y en la sudafricana ciudad de Durban (setiembre, 2001) constataron los países representados que las culturas son patrimonio común de la humanidad y que toda persona tiene derecho a realizar sus derechos humanos; por tanto, declararon que el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y otras formas conexas de intolerancia son males devastadores de la humanidad.
Reconocieron los representantes estatales en la Declaración de Durban que la solidaridad, respeto, tolerancia y multiculturalismo constituyen el fundamento moral para modificar actitudes y conductas discriminatorias, y que la legislación oportuna y adecuada, la vigilancia institucional para el cumplimiento de la existente en torno al acceso a la educación, empleo, salud, vivienda y justicia, entre otros, son algunos elementos de política pública para comenzar a erradicar la cultura de la desigualdad y la injusticia. Esas obligaciones internacionales no son exclusivas de los Gobiernos, corresponde a dirigentes, organizaciones sociales y político partidistas contribuir con la promoción y protección efectivas de los derechos humanos –precisamente- consustanciales con los más preciados valores democráticos.
Sin que necesariamente asuma forma de reparación, resarcimiento o de compensación histórica, la revisión que pueda hacerse del actual artículo primero constitucional- que proclama a Costa Rica como República libre e independiente- para incluir la dimensión de la multiculturalidad y plurietnicidad sería oportuna insertarla en el notorio debate que se ha instalado sobre la necesidad de reformar nuestra Carta Política y el camino jurídico político para hacerlo. Esa posible modificación encuentra su correlato en el también constitucional artículo 33 que recepta el principio de igualdad entre las personas, asidero normativo que es congruente con los postulados que reconoce y protege aquella Declaración.
Sobre algunas de las poblaciones tradicionalmente vulnerables ante las prácticas racistas y xenofóbicas, el último Censo Nacional de Población efectuado por el INEC en el 2000, estableció que de la población total a ese año (3.810.179 habitantes), el 1,70% correspondía a indígenas y el 1,91% a afrocostarricenses; ahora, el INEC proyectó para este año un total de 4,661.582 habitantes, por lo que dichas poblaciones probablemente también habrán aumentado. Sobre el acceso a la educación, el analfabetismo entre los “no indígenas” no superaba el 4,5% pero entre ellos alcanzó el 30% en sus territorios; en la población afrocostarricense el analfabetismo representó un 3,76%. Interesa destacar que en la Encuesta de Hogares de 2006, dicho Instituto estimó que los inmigrantes internacionales constituyen un 8% de la población del país.
Esos datos censales del derecho al conocimiento podrían ser más alentadores; el andamiaje normativo construido específicamente por la Declaración de Durban puede robustecerse con una reforma constitucional en el sentido mencionado, y convertirse en soporte de legislación especial como el proyecto que se tramita actualmente en el Parlamento sobre autonomía de los pueblos indígenas, o de decisiones políticas en el ámbito administrativo para construir y sostener una educación en derechos humanos que favorezca una cultura de respeto y tolerancia en una democracia pluricultural y multiétnica.
Actualmente resultaría innecesario y hasta reprochable un acto de inmolación como el consumado inicialmente por Pocahontas hace más de 400 años; tal vez durante el próximo ciclo electoral y una vez definidas las respectivas candidaturas, sus titulares incluyan en las “ofertas” que harán este importante y postergado tema de derechos humanos porque las poblaciones afrocostarricenses, indígenas e inmigrantes nacionalizados también integran el cuerpo de electores.
LA PRENSA LIBRE, Costa Rica, 5 de Mayo de 2009http://www.prensalibre.cr/pl/comentarios/402-de-pocahontas-a-los-derechos-humanos.html
viernes, 8 de mayo de 2009
Una contribución en relación con los derechos humanos de los pueblos indígenas
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