jueves, 22 de julio de 2010

¿Por qué a la izquierda le cuesta entenderse con la diversidad?

Izquierda y diversidad
Por José Natanson

Ni el pluralismo ni la apertura eran características propias de la izquierda clásica, que tendía a ignorar a las minorías, prestaba poca atención a las demandas particularistas y nunca contempló a la discriminación como un verdadero problema.

Algunos ejemplos latinoamericanos ilustran esta afirmación. La Revolución Nacional Boliviana de 1952, que algunos califican como la más radical del siglo XX en Sudamérica, encaró un breve pero muy ambicioso proyecto de inclusión social, con base en los sindicatos mineros, que produjo algunos avances notables, como la nacionalización de los recursos naturales, el voto universal y el reemplazo del ejército por milicias de obreros y campesinos. Y si bien es cierto que eliminó algunas normas segregacionistas (los indígenas, por ejemplo, tenían prohibido pisar la Plaza Murillo, equivalente paceño de la Plaza de Mayo), lo hizo a partir de un proyecto de homogeneización en clave mestiza, al estilo de la Revolución Mexicana, dentro del cual la cuestión étnica no ocupaba ningún lugar.

Otro ejemplo. Entre febrero de 1981 y diciembre de 1983, después de derrocar a la dictadura más longeva de Centroamérica, el gobierno de Daniel Ortega, en su afán de imponer la reforma agraria y eliminar cualquier vestigio de resistencia somocista, chocó contra la resistencia de las comunidades de indígenas miskitos de la orilla del Río Coco. Con el argumento de que muchos de ellos colaboraban con la Contra, el sandinismo forzó una relocalización masiva. Los miskitos denunciaron varios episodios de represión, en particular el conocido como “Navidad roja”, que derivó en el exilio de 10 mil indígenas a Honduras. Algunos de estos acontecimientos se encuentran razonablemente documentados y le valieron acusaciones a Ortega en tribunales locales, así como una advertencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Pero el caso más interesante es, sin dudas, el de Cuba, que siempre consigue ubicarse en los extremos. En 1961, dos años después de la toma del poder, el gobierno de Fidel Castro lanzó una serie de redadas masivas en La Habana con el objetivo de detener, según la documentación oficial, a pederastas, prostitutas y homosexuales. Este proceso llegó a su punto máximo en 1965, con la organización de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), que funcionaron como campos de trabajo forzado de aquellos considerados “antisociales”, entre los que se incluía a militantes católicos, testigos de Jehová y homosexuales. Para estos últimos se sancionó la Ley de Ostentación Homosexual, que permitía detenerlos sin mucho trámite. Como explica la investigadora cubano-americana Frances Negrón-Muntaner (“Mariconerías de Estado”, Nueva Sociedad 218), el machismo caribeño, el estalinismo soviético y el catolicismo español se conjugaron para crear una poderosa “homofobia de Estado”, que también se explica por la identificación de los homosexuales con el turismo estadounidense prerrevolucionario, considerado burgués y decadente.

Por supuesto, sería injusto reclamarles a los viejos comandantes revolucionarios que se pusieran al día con demandas de inclusión étnica, reconocimiento a las minorías sexuales o aceptación de la diversidad que recién estaban comenzado a surgir. Sin embargo, detrás de estos ejemplos aparentemente aislados hay un hilo invisible, un motivo estructural por el cual los ciclos de transformación más radical del siglo XX latinoamericano excluyeron sistemáticamente este tipo de planteos: me refiero a la idea, propia de un izquierdismo superficial, de que la igualación económica acabará de manera mecánica con todas las demás inequidades, y que, por lo tanto, cabe sólo ocuparse de esta primera y fundamental desigualdad, pues el resto viene después, automáticamente.

Es esta noción la que ha cambiado. La globalización, la fragmentación social y la expansión de las nuevas tecnologías de la comunicación, entre otros macrofenómenos contemporáneos, definen un mundo completamente distinto al del pasado, y a menudo contradictorio: las tendencias actuales uniformizan (sobre todo el consumo), pero también permiten un mayor conocimiento del otro, lo cual abre espacios de tolerancia que antes no existían; articulan grandes regiones económicas (ahí están los esfuerzos integracionistas tipo Mercosur) pero también implican una revalorización de lo local; borronean las fronteras nacionales (mediante, por ejemplo, las migraciones masivas) pero a la vez cargan al Estado-nación de una cantidad inédita de demandas; producen nuevas formas de exclusión, pero también una horizontalización de las relaciones sociales (lo que Manuel Castells denomina la “sociedad red”).

En América latina, estas transformaciones se produjeron en simultáneo con las primaveras democráticas experimentadas entre mediados de los ’80 y principios de los ’90. Así, los movimientos propios del mundo globalizado –indígenas, feministas, de afrodescendientes, etc.– se superpusieron, y a veces se articularon, con aquellos nacidos de la resistencia a las dictadura militares (fudamentalmente de derechos humanos).

La izquierda ha sido permeable a estos cambios. Hoy, además de las clásicas cuestiones de desigualdad económica y social, incluye en su agenda los temas de etnia y raza, género, diversidad cultural y sexual, ecología. Esto define un abanico de temas más amplio, diseñado un poco para adaptarse a los nuevos tiempos y otro poco como respuesta a un argumento tan evidente como novedoso: las diferentes desigualdades complementan o potencian la clásica desigualdad social, tal como revela el repaso de algunos datos básicos: en Brasil, por poner un ejemplo entre miles, la tasa de desempleo de los hombres blancos en 2006 era de 5,6 por ciento, la de los hombres negros de 7,1, la de las mujeres blancas de 9,6, y la de las mujeres negras de 12,5; ese mismo año, la informalidad laboral afectaba a 42,8 por ciento de los hombres blancos y, en el otro extremo, a 62 por ciento de la mujeres negras, y ni siquiera la educación alcanza a nivelar estas diferencias: a igual nivel de instrucción, los hombres negros reciben 73,9 por ciento de los ingresos de los blancos y las mujeres negras 54,9 (todos los datos son de IPEA).

Este tipo de estadísticas confirma la idea de que las desigualdades se reatroalimentan y que para acabar con una es necesario enfrentarlas a todas. Y ya sea por esta constatación, o por la necesidad de dar cuenta de la nueva agenda globalizada, lo cierto es que, como sostiene el politólogo uruguayo Daniel Chávez, el derecho a la diferencia comenzó a ocupar un lugar tan relevante como el derecho a la igualdad en el imaginario de la izquierda.
Apenas asumió el gobierno, en enero de 2003, Lula creó la Secretaría de la Mujer, orientada a impulsar políticas de igualdad de género, y en 2009 la convirtió en ministerio. También creó la Secretaría Especial de Políticas de Promoción de la Igualdad Racial, que implementa una serie de medidas de “acción afirmativa”, como cupos para negros e indígenas en las universidades públicas, exenciones fiscales para los centros de estudios privados que incluyan cierto porcentaje de estudiantes negros y cuotas en el empleo público. Aunque no asistió a la última reunión de la Asociación Brasilera de Gays, Lesbianas y Trans, Lula envió una carta en la que ratifica su apoyo a la organización y recuerda las leyes antidiscriminación impulsadas por su partido, en particular por Marta Suplicy, médica sexóloga, ex alcaldesa de San Pablo y conocida militante por los derechos de las minorías sexuales.

En Uruguay, el Frente Amplio consiguió la aprobación de la unión concubinaria, el cambio de sexo en el registro civil y una norma que habilitaría la adopción legal por parte de parejas homosexuales. En Chile, Michelle Bachelet cumplió su promesa de gobernar con un gabinete integrado en partes iguales por hombres y mujeres, impulsó una ley para equiparar la representación de género en los partidos políticos y una campaña de educación sexual en los colegios y de anticoncepción de emergencia en los hospitales públicos.

El régimen cubano, cuya capacidad de sintonizar los nuevos tiempos nunca conviene subestimar, derogó las leyes discriminatorias e incluso lanzó una ambiciosa y muy moderna política de inclusión de las minorías sexuales desde el Centro Nacional de Educación Sexual, cuya directora es nada menos que Mariela Castro, la hija de Raúl.

Por supuesto, no se trata de avances lineales. Dos años atrás, Tabaré Vázquez vetó la ley de despenalización del aborto aprobada por un acuerdo interpartidario impulsado por su propia coalición; Bachelet ha sido acusada por las organizaciones gays chilenas de hacer poco y nada en defensa de sus derechos; el PT, en cuyo origen se encuentran corrientes de cristianismo de base, se niega a hablar de aborto, y alcanza con echarles un vistazo a las blancas caras de la nomenklatura cubana para comprobar que la desigualdad racial está lejos de haberse resuelto.

En Bolivia, la Justicia comunitaria, que la reforma impulsada por Evo Morales elevó a rango constitucional como complemento de la Justicia ordinaria (“occidental”), ha sido acusada de penalizar conductas propias de la vida privada, como el adulterio (femenino). Y aunque sus defensores insisten en que las versiones más arcaicas, en donde por ejemplo la mujer adúltera era sometida a un corte de pelo como escarmiento, no están ya vigentes, de todos modos hay que reconocer que puede generar problemas: la tensión entre derechos humanos universales y multiculturalidad, una de las grandes contradicciones del mundo contemporáneo sobre la cual viene advirtiendo con lucidez Carlos Escudé (aunque Escudé, occidentalista militante, piensa más en las sociedades islámicas).

Por otra parte, no sólo la izquierda ha asumido como propias este tipo de banderas. Algunos partidos de derecha moderna, como el Partido Liberal alemán, se muestran abiertos a las demandas de tolerancia a la diversidad, aunque, al mirar el resto de las fuerzas de derecha europeas (el integrismo del PP español, el conservadurismo de los tories británicos o el reaccionarismo de cabaret estilo Berlusconi), hay que reconocer que es una excepción.
En general, se trata de cuestiones que la izquierda ha asumido como propias, como se confirma en Argentina al repasar los alineamientos legislativos: el centroizquierda (Proyecto Sur, Encuentro, Socialismo) votó unánimemente a favor, el centroderecha (PRO, Peronismo Federal) mayoritaria, aunque no unánimemente, en contra, y los dos partidos de centro, radicalismo y peronismo, divididos.

En cuanto al rol del Gobierno, es cierto que la iniciativa original no fue elaborada por el Frente para la Victoria y que el apoyo fue transversal. Pero también es verdad que el Gobierno destrabó el proyecto primero y lo impulsó con fuerza después, y que sin ello difícilmente hubiera sido aprobado. Si se miran con atención los comentarios previos, es fácil comprobar que quienes están en contra del Gobierno pero a favor del matrimonio gay (legisladores socialistas y radicales, algunos periodistas de televisión) defendieron la tesis de que se trata de una iniciativa de todo el arco político, no atribuible exclusivamente al kirchnerismo, en tanto que aquellos que se oponen por igual al proyecto y al Gobierno (el diario La Nación, la Iglesia) acusaron a este último de presionar para su aprobación. Por si hacía falta, esto confirma el rol clave desempeñado por el kirchnerismo, que con esta decisión se sitúa a la altura de la más moderna izquierda latinoamericana.

PÁGINA 12, Argentina, 19-7-2010
http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/elpais/1-149759-2010-07-19.html

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