jueves, 8 de julio de 2010

Referendo del odio: cuando la regla de la mayoría deviene injusta y violenta

Un referendo fuera de lugar
Marco F. Feoli V

Nunca entendí por qué Sócrates, habiendo sido un filósofo cuyo impacto y fama llegan hasta nuestros días, fue condenado a muerte. No entendía el infausto desenlace del griego, considerando que todo pasó en la cuna de la democracia. Sentenciado a morir por envenenamiento, el hombre que Platón, su célebre discípulo, llamó “el más bueno y justo de todos”. Insólito, de nuevo, que esto ocurriera en una democracia.

¿Por qué matar a Sócrates? ¿Sólo por haberse negado a reconocer a unos dioses en los que no creía y por instruir a la juventud con un pensamiento distinto al del statu quo? A mí esa condena se me antojaba inaudita. Tampoco lograba comprender por qué razón a nadie se le ocurrió argüir en descargo de Sócrates su derecho a expresarse libremente, a asociarse, a reunirse donde quisiera y con quien quisiera, a decir lo que pensaba.

Luego lo entendí, en aquella democracia solo prevalecía una cosa: la regla de la mayoría –y en algunos asuntos el sorteo– . La idea de unas ciertas atribuciones –que luego se llamaron derechos individuales– de las que todos somos poseedores vino mucho tiempo después. Sobre esto los griegos no pensaron.

Las normas

Estamos claros en algo, ser democrático es lo de hoy. Sin embargo, no conviene olvidar que la democracia contemporánea es muy distinta –afortunadamente– a la concepción original ateniense o espartana. Con los siglos el planteamiento primigenio de la democracia se nutrió de otras corrientes como el republicanismo y el liberalismo. Poco a poco se fue aceptando que aspectos diferentes a las decisiones mayoritarias resultaban esenciales para la convivencia. Se reconoció que la sociedad no es un ente homogéneo y uniforme; que por el contrario hay divisiones y cosmovisiones distintas del mundo que deben irremediablemente coexistir.

En consecuencia, que no todo puede ser resuelto por votaciones porque entonces habría siempre una cosmovisión que se impondría forzosamente sobre las otras. De ahí que fuera necesaria la instauración de normas que amalgamaran todos los intereses e incluyeran instituciones que reflejen esa diversidad y, sobretodo, la protejan. Esto, que se dice pronto, es fruto de muchos siglos de debates, críticas, propuestas, encuentros y desencuentros.


Los tribunales constitucionales


En síntesis, la regla de la mayoría es sólo uno de los mecanismos democráticos que tenemos para organizarnos y regular muchos de los temas que nos interesan. Pero no es el único, ni es exclusivo, ni es suficiente, más aún, en ocasiones es mejor prescindir de él. Hay cuestiones que no pueden ser susceptibles de someterse al escrutinio popular. La creación de instituciones como el Ombudsman, los Tribunales Constitucionales, las Procuradurías de Derechos Humanos, las Defensorías Públicas, etc. parten de esta lógica. Estas instancias no son, simplemente, obra de la creatividad y la imaginación de algunos ociosos; son la consecuencia de muchos pasajes de horror que nunca deberían repetirse.

Los Tribunales Constitucionales, para poner un ejemplo, nacen –como los conocemos hoy día– después de la II Guerra Mundial. Nacen para proteger los valores y garantías establecidos en la constitución política luego de que los regímenes europeos –oh infeliz coincidencia!– democráticamente electos por la mayoría se convirtieron en regímenes totalitarios y cuya nefasta impronta –contra judíos o gitanos– sigue latiendo con fuerza como uno de los episodios más vergonzosos y deleznables de la historia de la humanidad. Nacen para conjurar, entre otras cosas, el riesgo de que las mayorías aplasten a las minorías

Referendo actual

Pienso en esta evolución con ocasión del referéndum sobre las uniones civiles entre personas del mismo sexo. Los argumentos que se han esgrimido –por ejemplo en el artículo “Democracia Participativa” del 10 de junio de 2010– para defender la conveniencia de la consulta son teóricamente insostenibles y reflejan una visión totalizante de la sociedad realmente perturbadora. Decir que “una verdadera democracia, da a los ciudadanos la oportunidad de pronunciarse en asuntos de relevancia social'” es una frase cajonera y simplona. No voy a atribuirme la definición de lo que es una “verdadera democracia” porque a ella no han llegado ni los más eruditos. Lo que se es que en las democracias actuales existe un catálogo de derechos fundamentales que no pueden subastarse ni someterse al beneplácito de la mayoría. No se trata exclusivamente de derechos positivizados, sino también de principios y valores que inspiran un modelo de sociedad basado en la libertad y la autodeterminación de los individuos. Principios y valores que, a veces muy lentamente, se han ido reconociendo a todos los grupos.

En el caso de Costa Rica el artículo 1 de la Constitución Política es más que el producto de la pluma afilada y barroca de los constituyentes, es la definición de la sociedad plural en la que los más heterogéneos intereses y aspiraciones deben estar abrigados. Someter los derechos de una minoría a la decisión de la mayoría es, en suma, abiertamente antidemocrático.

Aunque con pesadez y desconcierto, finalmente comprendí por qué la muerte de Sócrates. No tengo duda de que reniego de una democracia así, el consuelo es que esta no es la democracia del siglo XXI, muy a pesar de la intolerancia que pareciera estar obsesionada con deformar lo que tanto ha costado construir. Por ahora tampoco comprendo por qué un referéndum como el que se anuncia ¿por qué debo yo decidir lo que un grupo minoritario necesita? Que lo íntimo lo decida cada uno y cada una. Espero no acabar comprendiéndolo con la misma pesadez y desconcierto.

LA NACIÓN, Costa Rica, 3-7-2010
http://www.nacion.com/2010-07-04/Opinion/Foro/Opinion2433943.aspx

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