viernes, 19 de marzo de 2010

Pedofilia y catolicismo

Pedofilia
Javier Solís*

Para cualquiera que pretenda mirar el proceso de cambio del mundo actual, es imposible no detenerse en la tormenta que agita a la Iglesia Católica sobre los casos de pedofilia de algunos sacerdotes. No es pasajera ni circunstancial. Sacude las columnas mismas sobre las que se asienta esa institución. Trato de encontrar una mirada de estos hechos para los que son religiosos.

Los miles -casi medio millón- de sacerdotes que ejercen en el mundo, en la mayoría de los casos con una entrega sin límites y con la más transparente buena fe, no pueden dejar de sentirse señalados. ¿Ayudarán a la conversión de esa institución rica, poderosa, influyente. monárquica y decadente? Porque si se leen los acontecimientos presentes con la lógica de la historia bíblica, quizá estemos ante un llamado -¿divino?- a una revolución religiosa y cultural.

Al Papa Ratzinger desde que era el poder detrás del trono en tiempos de Juan Pablo II se le debe el cambio que ha tenido que aceptar la Iglesia. Reconoce los hechos, toma medidas precautorias y reconoce la condición de víctima. Pero ese cambio de actitud no será suficiente para devolverle a la Iglesia la credibilidad y la autoridad moral.

Con los instrumentos doctrinales, las prácticas jurídico-admistrativas y la incomunicación con el mundo contemporáneo, que está empleando hasta ahora en la crisis, la Iglesia Católica tiene perdida la batalla y la guerra. Niega los problemas de fondo, lanza balones diversivos al aire con afán de engañar y se aleja del Evangelio de Jesús.

Digamos primero que es cierto que los periodistas ignorantes y movidos por el morbo que produce dinero, tampoco entienden el problema ni están interesados en sus causas estructurales. Solo quieren escandalizar y llenarse los bolsillos. Por supuesto que no han faltado prelados que vieran en el interés morboso de la prensa una campaña simplemente anticlerical.

El primer balón diversivo de las declaraciones oficiales de estas últimas dos semanas es argüir que hay pedofilia en otras religiones y en toda la sociedad, pero que no son noticia y sólo afectan estadísticamente a una mínima parte de los 409.000 sacerdotes del mundo. El segundo es achacar la desviación a la liberalización sexual que sacudió a la sociedad mundial a partir de los 70s. Algún autor ha llegado a decir que en ese proceso se consideró el sexo con niños como un signo de emancipación. El tercero, lanzado desde sectores más recalcitrantes en Europa, es asociar pedofilia con homosexualidad. La iglesia justifica su satanización de la homosexualidad con esa asciación.

El cuarto balón diversivo fue lanzado por Juan Pablo II en el primer encuentro con los obispos usamericanos sobre esta crisis, hace diez años. Dijo: “No puede ser científicamente probada una relación entre celibato y pedofilia”. La semana pasada el actual Papa y el presidente de los obispos alemanes salieron con los tacos por delante en defensa del “santo celibato”, aunque el Arzobispo de Viena se mostrara, al mismo tiempo, cauto en esa materia.

Ciertamente ha habido un cambio. Siempre existió legislación penal canónica contra la pedofilia. Pero ahora se han puesto en marcha estrictos mecanismos judiciales dentro de la organización eclesiástica y el tribunal de la Rota se reservó la competencia. Un “motu proprio”, como se llama en legislación eclesiástica a un decreto ejecutivo, emitido en 2001, cuando estalló la crisis en la iglesia usamericana ha definido mejor el delito, establecido procedimientos y sanciones. La sanción máxima es la “reducción” al estado laical al sacerdote culpable. (Anotemos la expresión “reducción”, es decir, rebajar de un estado superior a uno inferior). Los clérigos, en la iglesia, son superiores. La Iglesia, esa iglesia, es clerical. No es de bautizados ni de iguales. Esa afirmación y esa práctica son heréticas, es decir, contrarias al Evangelio de Jesús.

Y aquí viene el primer gran tema de la crisis: la Iglesia Católica, es decir, la jerarquía eclesiástica, enfrenta esta crisis desde una postura que no le deja salida: ella es una institución divina, infalible, perfecta, inflexible. Ella sabe y repite lo que piensa y dice Dios. No sólo no se equivoca, sino que no comete pecados. Esa rigidez la amarra a un lenguaje filosófico y a un sistema de pensamiento de hace mil años, el teológico, y de hace dos mil quinientos años el filosófico. No entiende la ciencia. Combate a la ciencia. Nada contra corriente.

La pedofilia clerical de hoy no es la primera crisis. Ha habido muchas. En los siglos 15, 16 y 17, la corrupción moral comenzaba en las alcobas papales. Julio II (della Rovere), Alejandro VI (Borja), Inocencio X (Pamphili), para no citar más que los más depravados y corruptos. Hoy no es así. Los Papas se han saneado, pero la Iglesia es siempre la misma. La revolución de Lutero la superó aliándose con las monarquías europeas y repitiendo fórmulas dogmáticas fijas, sin vida, como mantras milagrosas, que en los últimos quinientos años los pueblos pobres han aprendido de memoria, sometidos, humillados, esquilmados.

Ella no puede admitir que se ha equivocado; que se equivoca en relación con la posición subalterna de la mujer, que se equivoca; en cuanto a la condición de la homosexualidad; que se equivoca en cuanto al proceso de la concepción humana; que se equivoca en su doctrina inmovilista, reduccionista y negativa de la función sexual; que se equivoca imponiendo su visión sexista a todos sus ministros.

El que no es el mismo es el mundo contemporáneo. Hoy, la mentalidad contemporánea no cree, no concibe infalibilidades. Nadie cree en el monopolio de Dios. Ni los pueblos más atrasados. Los jóvenes no creen en dogmatismos inmutables. Hoy todo es mutable. La realidad física es un proceso, un movimiento incesante. La ciencia contemporánea ha dejado totalmente superada la física de Newton o de Aristóteles. Nadie sabe qué es sustancia y accidentes o esencia y forma. ¿No es cierto?

Además, el mundo moderno ha agudizado y fortalecido la conciencia de los derechos humanos, en cuyo epicentro está el delito de la pedofilia.

El mundo moderno no comprende que los procedimientos judiciales en el interior de la Iglesia sean cubiertos del secreto que protege a los victimarios y a los jerarcas cómplices.

Ya no es más importante para la sociedad de hoy el prestigio de esa institución vetusta y en busca de la protección de los gobiernos, que los derechos de los menores, de las mujeres, de los débiles.

Sólo una conversión al Evangelio de Jesús. La Iglesia Católica se tiene que convertir. Dejar su ostentación, sentarse a oír a Jesús, con humildad. Abandonar la soberbia y su pretensión de monopolizar la verdad. Si lo hiciere, los pueblos pobres irrumpirían en la historia repartiendo esperanza y construyendo su futuro. Carpe diem.

NUESTRO PAÍS, Costa Rica, 17 de marzo de 2010
http://www.elpais.cr/articulos.php?id=20785

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