Michael Jackson (1958-2009)
Paúl E. Benavides Vilchez
En la década de los cincuentas, un hijo de inmigrantes eslovacos, el fotógrafo Andy Warhol, reproducía a galope una estética industrial de imágenes, productos, objetos, que vistos a través de su lente fotográfico, daban fe de bautismo a la cultura pop, a la cultura visual del capitalismo consumista norteamericano. Lo intocable y lo sagrado serían vulnerados por su lente, que no se detuvo frente a los mitos ideológicos, a las divas o los iconos de la cultura universal. Por primera vez en la historia, las imágenes de Mao y Marilyn Monroe circularían por las autopistas del consumo, con igual dignidad que las latas de sopa Campbell’s. La vida de Andy Warhol estuvo marcada por su megalomanía, por su afán de ser famoso a toda costa y su estilo de vida excéntrico. Tiempo después Michael Jackson, un afro norteamericano, nacía en las entrañas mismas de la cultura de masas, a la que le dio ritmo, velocidad y movimiento, esta vez utilizando la televisión como medio, para integrar la coreografía y la música en una combinación nunca antes vista. Es posible que Andy Warhol y Michael Jackson no se conocieran, pero ambos fueron los profetas de una cultura que elevaría la imagen y fama, a la categoría de deidades.
Michael Jackson no perdió oportunidad alguna para crear a golpes de sí mismo su propio mito, cargado siempre de contradicción, de intensidad, de voraz energía, que terminó por calcinarlo en su propio fuego, como un prometeo negro que tocó con sus manos el cielo estrellado de Hollywood. Su trayectoria estuvo a la vista de todos para mostrar a plena luz, una progresiva metamorfosis algo kafkiana, que daba cuenta de cómo su rostro y su cuerpo iban modelándose o deformándose, de acuerdo a las etapas que experimentaba como cantante y ser humano. Su vocación de ser superestrella de la música las 24 horas del día, fue un impulso cada vez más dramático y cruel que utilizó para no ser retirado de circulación como un objeto de consumo cultural, aunque le hubiera bastado ser el niño prodigio afroamericano, catalogado así por músicos de la talla de Quincy Jones o Stevie Wonder. Eligió la ruta más dura y auto lacerante que le garantizaba ser un ícono asexuado y sin edad, un maniquí humano, ambiguo, mitad hombre mitad mujer. Recorrido trágico que le demandó muchos fármacos, muchos somníferos y dopaje, para mitigar el peso de su decisión que a todas luces fue traumática. De acuerdo con su última entrevista concedida en exclusiva, la raíz de sus excentricidades y comportamientos anormales, calificadas por sus detractores como perversiones, surgen de una niñez hostigada por un padre que deseaba el triunfo a toda costa y no Junkies negros que engrosaran el gueto, la historia de fracaso y marginalidad de su cultura. En ese afán de ser siempre un espectáculo viviente, no se ahorró nada de su vitalidad creativa para sorprender y electrizar a su público que lo llegó a idolatrar de una manera demencial. Su intento por blanquearse, por despintarse, por desmarcarse de su color de piel, no hirió de muerte al negro que siempre llevó por dentro, quizás al niño, porque su música mantuvo el nexo con el jazz, el blues, el gospel, el funk, verdadero núcleo espiritual y estético que define a su cultura y lo trasciende por encima incluso del color de piel. Michael Jackson formó parte de la galería de los músicos negros que lograron abrir espacio a otros, en el negocio de la música y del espectáculo, del que estuvieron totalmente excluidos durante mucho tiempo. Su capacidad para producir ritmo que luego se tradujo en imágenes visuales, borró toda frontera étnica y lingüística para ser de muchas formas, un reflejo de la sociedad multiétnica norteamericana. Michael Jackson hizo con su cuerpo lo que Obama hizo más tarde en el terreno político. Deseó multiplicarse en todo los rostros, clonarse en el magma étnico y genético que son los Estados Unidos, para llegar a ser uno y a la vez todos. Y lo logró. La magia de la televisión le permitió ese transformismo visual, postizo y falso, hasta embalsamar su cuerpo con químicos que lo terminarían matando.
Me quedo con el Michael Jackson de los setentas y ochentas todavía bajo la influencia del jazz y con Quincy Jones como compositor de sus canciones, que no había sucumbido a los avatares de la industria del espectáculo donde fue considerado un revolucionario, por articular de una forma novedosa música y coreografía. Su talento fue innegable pese a los miles de dólares gastados en fármacos para calmar la herida en su alma, pese a su procurada androginia y a su espectacular muerte como sucedáneo del concierto en Londres que nunca se hizo. Michael Jackson danzó como Bantú, como Ashanti o negro afro caribeño que no olvidó su cordón umbilical con África. Por las calles de cualquier ciudad de Latinoamérica su paso “moonwalk” convive junto a una samba, una salsa, o tal vez una cumbia o un merengue. Ese fue su legado y ese su lenguaje.
TRIBUNA DEMOCRÁTICA, Costa Rica, 12 de Julio de 2009
http://www.tribunademocratica.com/2009/07/michael_jackson_1958-2009.html
domingo, 12 de julio de 2009
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