martes, 21 de octubre de 2008

En relación con el papa nazi, un artículo publicado hace unos años que recobra plena actualidad

Pío XII, el papa de Hitler*

Hugo Mora Poltronieri


Una reciente edición de El País digital (Madrid, 27/07/01) da cuenta de un nuevo encubrimiento del Vaticano en torno al papel de Pío XII respecto de los judíos durante el régimen nazi (1933-1945). Se trata del abandono de su cometido, por parte de una comisión de tres historiadores judíos y tres católicos, creada en 1999 para revisar documentos en los archivos vaticanos relativos a ese período. Los investigadores habían venido quejándose de que algunos archivos les eran vetados. Pero fue el pasado 21 de junio cuando el cardenal Walter Kasper, presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, les negó el acceso a documentos posteriores a 1923, por “razones técnicas”. Y, de paso, les pidió rendir el informe final…

La fecha 1923 es importantísisma: es cuando los nazis comienzan a alzar cabeza en Alemania. Coincide también con el tiempo en que el entonces Eugenio Pacelli –futuro Pío XII- era nuncio papal en ese país (1917-1930). Durante tal lapso Pacelli fue muy cauto en sus referencias a los nazis, poder emergente, con el que no convenía enemistarse; pero ya convertido en Seccretario de Estado, no tuvo empacho en promover y firmar con Hitler, recién instalado en el poder, el famoso concordato entre el Vaticano y Alemania, visto por muchos historiadores como uno de los mayores triunfos diplomáticos para Alemania, su verdadera legitimación y consagración internacionales, en tiempos en que el régimen todavía se sentía vulnerable. (Ya el Vaticano había mostrado en 1929 su facilidad para tratar de tú a tú con los dictadores: los papas, que desde Pío IX habían excomulgado a los católicos reyes italianos y a los políticos prominentes de la monarquía por la pérdida de sus territorios, a causa de la reunificación de Italia, no se hicieron ascos para tratar con Mussolini, el dictador fascista, quien les dio todo lo que le pidieron, a cambio del importante espaldarazo político para el régimen fascista).

Hace catorce años publiqué en Universidad una serie de dos artículos con el título: “Al fin, condenado el nazismo” ( Nos. 764 y 765). En ellos, me refería a la reciente y tardía condenatoria del Vaticano a ese régimen y hacía un breve recuento de las relaciones entre la Alemania nazi y el Estado papal, antes de la última guerra mundial, durante ella y poco después. En resumen: opinaba cuán eficaz habría sido la condena moral del romano pontífice contra el nazismo cuando este comenzaba a erguir su parda y nefasta cabeza, o, por lo menos, después de los comienzos de los años treinta cuando, tomado el poder por Hitler, este comenzó a poner en práctica sus designios ya conocidos gracias a su obra escrita años atrás, “Mi lucha”: priva a los judíos alemanes de sus derechos ciudadanos, les prohíbe ejercer sus profesiones, los obliga a usar la estrella amarilla de David, los despoja de sus propiedades, les impide el matrimonio con arios, los comienza a enviar a campos de concentración, etc. (Son las leyes de Núremberg, del 15/9/35). O ya durante la misma guerra, cuando era público y notorio lo que estaba sucediendo con los judíos y otros “indeseables”, incluídos no pocos católicos, en los campos de la muerte. Mi punto de vista sigue siendo que el Vaticano, con su ejército de nuncios, obispos, curas, monjes, monjas, asociaciones laicas, etc., y contando con las herramientas todopoderosas del púlpito y del confesionario, no podía darse por no enterado de lo que estaba sucediendo. Ni siquiera cuando, ante las propias ventanas del llamado “vicario de Cristo”, ya entonces Pío XII (1943), los nazis emprendían la cacería y deportación de los judíos romanos, con el destino que ya por entonces podía anticiparse.

Conclusión de las afirmaciones anteriores, vigentes entonces y ahora, no puede ser otra que la siguiente: al Vaticano no le convenía, ni política ni económicamente, enfriar sus relaciones con la Alemania nazi, territorio en el que no solo tenía una gran parte de su rebaño, sino también poderosos intereses económicos (los judíos, al contrario de lo que ocurre hoy, no contaban con el apoyo ni de su propio y rico Estado –inexistente- ni del de los EE.UU., que practicaba por ese entonces una política aislacionista). Ya en 1987 –año de mis artículos-, ante el acomodaticio mea culpa papal, el teólogo católico Hans Küng declaraba que “ningún obispo católico apoyó públicamente a los judíos durante el régimen de Adolfo Hitler. Todo es una hipocresía.”

El título de este artículo de hoy es el mismo de un interesante libro: “Hitler’s pope: The secret history of Pius XII”, escrito por un católico confeso, John Cornwell, del Jesus College, de Cambridge (Penguin Books, 1999). Es interesante la evolución del pensamiento del autor sobre el papa en cuestión: en el prefacio, Cornwell explica que antes de escribir el libro su intención era reivindicar la memoria de Pío XII. Sin embargo, al final de su investigación, que ha implicado la consulta de cierto número de los archivos vaticanos, ha experimentado un terrible “shock” moral: según él, los documentos consultados servían no para absolver, sino para acusar. El hecho de que Pacelli permaneciera callado e inactivo ante el Holocausto, no obstante su poder moral y espiritual sobre tantos millones de fieles demuestra, según Cornwell, que Pío XII era un ser carente de compasión. Y es desde ese punto de vista que no vacila en afirmar que aquel “era el papa ideal para Hitler. Era el peón de Hitler. Era el papa de Hitler.”

Es posible que esta exposición parezca un ejercicio estéril sobre hechos pasados ya casi olvidados. No lo será si participamos de la idea de que el pasado siempre encierra lecciones para organizar el presente y el futuro. La más obvia para quien escribe es que es peligroso, tanto en lo indiviudal como en lo social, creer a pie juntillas en infalibilidades o en verdades eternas e inmutables. Ya los filósofos de la Ilustración, desde el siglo XVIII, habían hecho suyo el lema de Kant: “¡Atrévete a pensar!”. Quien no piensa por sí mismo se arriesga a entregarse atado de pies y manos a cualquier ideología totalitaria, temporal o espiritual. Y en esto del odio y el desprecio hacia los judíos, con raras excepciones, los católicos siguieron pensando y actuando de acuerdo con el parecer de Roma. (por lo menos hasta el Concilio Vaticano II, dicho sea de paso, cuando ya existía Israel como Estado). Y pensar que toda esa miseria moral que vivieron los judíos las siguen viviendo numerosos “pecadores” de hoy día, a quienes el dogmatismo católico condena por prácticas o aspiracions que mañana, de acuerdo con la ascendente secularización de las costumbres, serán vistas con la misma naturalidad con que hoy vemos el divorcio y el matrimonio civil: el control de la natalidad, la educación sexual, las relaciones prematrimoniales, la masturbación, el aborto, la fecundación in vitro, la utilización de embriones con fines médicos, el sacerdocio femenino, la unión legal entre homosexuales, la adopción de niños por parte de solteros, etc. ¡Desde luego, antes de que algo de esto ocurra tendremos, gracias la infalibilidad papal, un nuevo “santo”: San Pío XII!

* Este artículo fue publicado originalmente en La Prensa Libre del miércoles 5/9/2001, Comentarios, página 12.

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