miércoles, 29 de octubre de 2008

Barck Obama: su fe religiosa no le impide respetar la diversidad y apoyar a las minorías discriminadas, incluidas las personas GLBT

La fe mestiza de Obama
Paúl E. Benavides Vilchez


Barack Obama lleva en su cuerpo diversas señas de identidad, dejadas allí por el fuego cruzado de su biografía personal. Es como se sabe, mestizo, hijo de una blanca de Kansas y un negro de Kenia. Creado por abuelos presbiterianos blancos y luego adoptado - en el segundo matrimonio de su madre - por un indonesio que le enseñó según B. Obama, una versión moderada y sincrética del islamismo. Su idea de la política está marcada plenamente por la pugna entre fe y cultura, entre secularismo y religiosidad, entre África y los Estados Unidos. Visión influenciada también por su madre, estudiante de antropología mientras vivió en Hawai, mujer de mente abierta y agnóstica, con la que visitó de niño las ceremonias paganas en las aldeas de la isla. Por debajo o por encima de sus planteamientos, por donde quiera que se vea, fluye una fuerte religiosidad que jalona los objetivos de su reforma política. En ese bricolaje cultural radica precisamente la conexión directa con su país, que desde muchos puntos de vista se ve y se adhiere a su sincrética proclama-figura.

Con él ha sucedido todo con lo que un político sueña: trascenderse a sí mismo para convertirse en espectáculo y finalmente en el fenómeno mediático del año, así considerado por todas las agencias de publicidad de los Estados Unidos. Su figura representa todas las caras de Norteamérica, las contradicciones posibles a escala humana de un país que ofrece oportunidades, para a la vez se las niega a muchos de sus hijos. Sin embargo, esta contradicción la resuelve a favor suyo, para ser él mismo la proyectada ilusión del sueño americano: un mulato mestizo, liberal, con credenciales académicas de renombre, deja atrás el estigma y alcanza por encima de los pronósticos el anhelado sueño.

En este cruce de caminos que mixturan su identidad, Obama se declaró estadounidense y por decisión propia, optó por la fe de la Trinity Church del sur de Chicago, controvertido templo religioso, núcleo de la polémica Teología Afroamericana de la Liberación, que afinca la lectura de la Biblia en el desarraigo, las luchas de los derechos civiles y en la herida no sanada de la esclavitud. Su conversión religiosa - ha dicho - fue más una decisión que una epifanía. La enorme popularidad y capacidad de convocar a las masas no se comprende sin su oratoria de resonancias proféticas, sin el tono oracular de sus meditaciones pronunciadas como discursos políticos, en un osado ensamblaje que tejió desde su campaña como senador, entre fe y realidad. Cuando dicen que habla como un profeta de repente lo niega, y de paso dice que aspira a presidente y no a obispo. De alguna forma la gran revolución política electoral de B. Obama es en el fondo una revolución religiosa.

Lo que resulta intrépido, es que él integre dos credos, dos tradiciones aparentemente excluyentes: la liberal, tradicionalmente escéptica y agnóstica y por otra parte, la fe militante, discutida y contestataria si se quiere, de la iglesia evangélica afro-norteamericana. Sus discursos contra el poder en Washington, la reivindicación del derecho al aborto, al matrimonio homosexual y a la universalización del seguro social obligatorio, independientemente de quién sea, son reflexiones realizadas desde una interpretación heterodoxa de las Sagradas Escrituras. No niega que el fundamento de toda su teología política y la raíz de su cuestionamiento al “poder de Washington” tiene la huella de los sermones incendiarios de su maestro, el Dr. Jeremiah Wright, uno de los oradores más serios, brillantes, furibundos y desbordados con que cuenta la iglesia evangélica afro-norteamericana. Este ministro, defensor de la causa Palestina, declaró que es el racismo lo que gobierna a los Estados Unidos y para sellar con broche de oro, espetó a los medios de comunicación que los ataques del 11 de setiembre, son un castigo por los crímenes cometidos por ese país.

Pero la turbulencia de tales declaraciones, desvió la retórica de Barack Obama de la línea dura de su mentor, para ubicarla en un discurso religioso amplio, moderado, de tono ecuménico, en donde el negro como personificación del expolio histórico, se alterna con el inmigrante latinoamericano, el desempleado, el enfermo de sida, el homosexual, el niño que sufre sea blanco, chino o negro. Frente a una fe que se presenta sin fisuras y que no admite cuestionamientos de ningún tipo, se decide por una fe que integra la duda, el terreno difuso en donde la revelación divina se contrasta con la vida tal cual es.

El discurso pronunciado en Washington sobre la relación entre política y religión (Barack Obama “Call to Renewall”, 28 de junio de 2006, Washington, D.C) considerado el mejor discurso político sobre este tema pronunciado en cuarenta años en ese país, es una reflexión sobre el enorme peso e importancia de la religión en la vida cotidiana de los norteamericanos. Cuestiona al conservadurismo religioso que hace de la fe un arma arrojadiza y una excusa moral para descalificar a los que no coinciden con sus posturas. A la vez, lanza una fuerte autocrítica a los liberales como él, que han optado - dice - por descalificar a la religión, a la que tachan de fanática e irrelevante, perspectiva que desdice el valor ético de la fe en la vida de los ciudadanos.

Todo este discurso, es un intento por hacer del debate religioso un debate político, para desacralizarlo si se quiere y acabar con la distancia que lo ha dejado intacto de la deliberación pública. Es un mensaje implícito dirigido a todas las iglesias de los Estados Unidos, independientemente de la rigidez con la que interpreten la Biblia o de su férrea disciplina religiosa, para afirmar que se está ante todo en una sociedad pluralista y democrática. En ese esfuerzo por deliberar sobre Dios - sostiene - todos deberían sacrificar algo de sus creencias y de su fe, incluso él mismo, para encontrar un terreno común de encuentro político y religioso.

La compleja relación entre democracia y Sagradas Escrituras, B. Obama la encara con un pragmatismo calificado de herético por sus oponentes. En el dilema ético entre aceptar lo que revela la Biblia o lo que dicta la realidad, opta por esta última: “La democracia demanda que cualquier cambio motivado por el hecho religioso se base en términos universales, más allá de la especificidad de cada religión (…). Yo puedo oponerme al aborto por cuestiones religiosas, pero si pretendo aprobar una ley que prohíba su práctica, no puedo simplemente señalar las enseñanzas de mi iglesia o evocar la voluntad de Dios… esto será complicado para aquel que cree en la infalibilidad de la Biblia, como muchos evangelistas. Pero en una democracia plural, no tenemos elección. La política depende de nuestra habilidad para convencer al otro de objetivos comunes con una base de realidad común. Conlleva el compromiso como el arte de encontrar lo posible. Si Dios ha hablado, entonces los seguidores tienen que vivir según las leyes de Dios, sin importar sus consecuencias. Basar la vida de alguien en ese compromiso tan poco flexible puede ser encomiable, pero basar la política en un compromiso tal sería algo muy peligroso”.

Barack Obama recurre a la religión como una forma de religar internamente a la sociedad norteamericana y crear un marco común de conversación y de diálogo. Su idea es que Dios y la fe pueden unir al pueblo por encima de las divisiones políticas. Presunción que es real y cierta: 90% de los estadounidenses creen en Dios, el 70% se incluye en una religión organizada y el 38% se califican a sí mismos como cristianos comprometidos. Como parte de su proclama electoral “yes we can” se ha propuesto recuperar el sueño americano, para algunos críticos de la sociedad norteamericana como Cristhopher Lash, una caricatura del ideal Jeffersoniano de ciudadano (demócrata, de mente libre, mesurado en el vivir, amante del conocimiento) deteriorado hasta la obscenidad, impulsado por un ideal de individuo que aspira a ganar, a ascender y a enriquecerse sórdidamente, vivo ejemplo de la angurria humana de Wall Street. Pero para llevar a cabo su reforma, deberá enfrentar el bipartidismo demócrata-republicano, que por encima de matices comparten el papel imperial de los Estado Unidos en el mundo; aprueban los presupuestos militares sin rebajas y en los noventas, en plena era de Reagan, debilitaron los programas de asistencia social. Uno se pregunta de qué manera evadirá las dos guerras regionales, que por norma, de acuerdo al historiador Howard Zinn, profesor emérito de Boston University, deben estar preparados los Estados Unidos para declarar en cualquier parte del mundo.
Porque una cosa es tratar de moralizar al demiurgo y otra jinetearlo.

Lo que uno le desea a Barack Obama, es en el fondo, mucha suerte.

TRIBUNA DEMOCRÁTICA, http://www.tribunademocratica.com/2008/10/la_fe_mestiza_de_obama.html

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