jueves, 27 de agosto de 2009

La terrible vivencia de la discriminación alrededor del VIH-Sida

Máscaras*
Joaquín Hurtado
México DF

El código facial del médico lucía radiante, paternal, apacible. Llegué a su consultorio con un manto de pureza heterosexual, presuntamente sólo contagiado por la paranoia, oprimido por temores fundados en una duda oscura. Me prescribió: “Hombre, no tengas miedo, eres casado y buen católico, sólo hiciste lo que cualquier muchacho hace a tu edad: cogerse a una güila. Ve y confiésate con el cura, ya no salgas con desconocidas, mejor búscate una amante de buena familia, como hacemos todos”. Mi disfraz fue arrancado por un Western-Blot.

-¿Por qué me ocultaste que eres puto? – Ahora el médico tenía una mueca extraña, pelaba los dientes como hacen los chimpancés, como si quisiera morderme, su faz se cubrió con cáscaras de grueso metal, los ojos se le cuajaron con sustancias espesas, teñidas de repulsión y odio. Su venganza fue mandarme a Dermatología.

Allí estaba un grupo de estudiantes que escuchaba arrobado a un viejo doctor. El maestro explicaba a los pasantes sobre la detección y control de las lesiones en la piel de un individuo de 26 años, sexo masculino con la enfermedad “de los homosexuales de San Francisco”. Y todos me vieron el culo, temblorosos me apuntaban con sus exquisitos guantes de látex.

De esto hace casi veinticinco años. Un cuarto de siglo. En aquellos días aprendí a utilizar nuevos antifaces para salvar al hombre que gustaba revolcarse con otros hombres, como hacían tantos chavos casados, padres de familia, católicos y bravos.

Tener un resultado de seropositividad es un pasaje sin escalas al salvaje territorio de los “HSH”, categoría epidemiológica en la cual la protección vital es el rebozo. La certeza de la no existencia, de la nada, del eterno descanso por supuesto no me espanta tanto como la angustia de enfrentarme a los rancherones; a los implacables sombrerudos de la tribu familiar, laboral, vecinal, social, clínica. A esa epidemia le temo mucho más que a la dulce y pacífica dama del panteón quien no pregunta si eres ese a quien le gusta que se la metan y se la mamen o al revés, volteado.

Mi puesta en escena sigue en la inercia del burócrata Donadie bien casado, padre de familia, paciente puntual de los consultorios de infectología, que cultiva el admirado arte cuchillero del estigma a los raros. Por la mañana me afeito y acicalo los hoyos lipodistróficos y me coloco la sagrada mascarita mataputos. Hasta exagero la forma de pararme, preguntar la hora, cruzar la pierna, modular la voz y hacer chistes misóginos en la oficina. Como hace cualquier machirrín de barrio clasemediero, normalito y de mayoría panista donde quiere vivir y trabajar por el bien de la patria. Donde pueda recibir la furtiva visita de compadritos como yo y morir felizmente rodeado de amor familiar.

¡Mi preciosa máscara! Cuánto lustre y gravedad ha ido adquiriendo con los años. Creo que después de muerto, cuando el infecto polvo de mi cuerpo se convierta en bendito lodazal, por allí va a andar rodando. No por mucho tiempo, creo. Este cacharro esperará al próximo incauto que lo encuentre, pula y vuelva a la vida. Motivos no le van a faltar.

*Publicado en el número 157 del Suplemento Letra S del periódico La Jornada el 6 de agosto de 2009

NOTIESE, México, 21 de Agosto de 2009
http://www.notiese.org/notiese.php?ctn_id=3157

No hay comentarios: